SEXTO
LEE EL SIGUIENTE TEXTO
Una suerte de inocencia fetichista pretende que las
técnicas digitales resuelvan nuestros problemas urbanos, económicos y sociales.
Pero en el territorio no hay más inteligencia que la de aquellos que lo
habitan.
La
ciudad es el problema; la técnica, la solución. Este eslogan podría
resumir los programas urbanos que tanto en las metrópolis consolidadas de
Occidente como en las bullentes megalópolis de Asia se sostienen en esa
versión del panóptico moderno que son las llamadas ciudades
inteligentes. Son modelos que comparten una confianza optimista en los poderes
de la técnica para resolver los conflictos sociales y económicos implicados
en los procesos de crecimiento, de acuerdo con un entusiasmo que ahora es
digital, y que se refuerza por la conectividad indiscriminada y el ensalmo
mercantil y fetichista de todo tipo de gadgets. De ahí que las
tesis tecnocráticas vuelvan a resultar atractivas, aunque su sexappeal
mecanicista comparta en muchos aspectos el obsoleto credo de los
determinismos, y resulte tan añejo como ya lo es nuestra modernidad.
Es
cierto que sin artefactos alimentados por electricidad o petróleo no
hubiese habido nunca modernidad, ni tampoco se hubiesen formado las
ciudades tal y como hoy las conocemos. Pero si para los modernos la fascinación
de la técnica se desprendía de la potencia brutal de las máquinas, hoy su
capacidad de persuasión se cifra por la desmesura con que pequeños dispositivos
manejan miríadas de constelaciones fluctuantes de datos, que ya no proceden de
centros jerárquicos de poder o información, sino de la propia vida cotidiana,
y cuyo acceso y manejo —como demuestran las nuevas técnicas de marketing o
las historias de espionaje desveladas por Snowden— se han convertido en
un problema estratégico para empresas e instituciones, cuando no en
una cuestión de Estado.
La
magnitud de la transformación se evidencia por algunos cambios semánticos —la
democrática información en lugar de la ominosa producción; el
inasible bit en vez del intuitivo caballo de vapor—, que
expresan el hecho de que la tecnología ha ido abandonando su lugar natural en
las fábricas o las oficinas para ocupar con
descaro todos los recovecos del mundo, también la vestimenta o el
interior del cuerpo humano, de manera que la presencia casi universal
de chips y sensores con tendencia a conectarse entre sí ha
convalidado a la postre la hipótesis de un “Internet de las cosas”, término
acuñado por Kevin Ashton en 1999, y que hoy se aplica en disciplinas muy
diversas. Entre ellas se cuentan la economía y la sociología, pero también la
ingeniería y el urbanismo. Favorece este rabión digital el hecho de que el
nuevo entramado descanse en un símil comprensible por todos, según la cual las
mallas de las tecnologías de la información son como una red neuronal, y los
centros que gestionan los datos, como cerebros. La inteligencia que esta
red produce puede así aplicarse a los objetos —tales el caso de ese avatar que
para nosotros es hoy el smartphone—, y asimismo a las ciudades, que
no en vano ya habían sido consideradas desde antiguo como
una suerte de organismos vivos.
El
peligro es que la ciudad y su democracia acaben entregadas a los especialistas digitales
Lo cierto es que poco
importa que la inteligencia urbana se conciba como simple tecnología aplicada o
como una utopía ambiciosa a la manera de la Telépolis o la City of Bits; el
peligro es que la ciudad acabe entregada a los nuevos especialistas digitales,
y que los necesarios papeles jugados por el reprochable político o el
megalómano urbanista o arquitecto acaben devaluándose conforme se socava
paralelamente el quehacer deliberativo de los ciudadanos anónimos en cuanto
constructores materiales de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad
puede reducirse a la mera gestión digital de problemas concretos, entonces cabe
sustituir a los antiguos jerarcas por otros nuevos y presuntamente más inocuos,
los especialistas o expertos digitales, y los ciudadanos deberán acaso conformarse con asumir
un papel pasivo.
La
conclusión fue anticipada hace más de 50 años por el arquitecto y tecnólogo
norteamericano Lewis Mumford: no debemos pedirles a las máquinas más de lo que realmente pueden darnos.
Realizar:
- Mencione tres elementos datos
en la lectura que te llamaron la atención y explíquelos
- Una sopa de letras con
términos utilizados en la lectura
- Tres mentefactos
proposicionales sobre el contenido del texto
- En un texto de mínimo 10
líneas escriba lo que usted piensa sobre la lectura
**************
SEPTIMO
LEE EL SIGUIENTE TEXTO
Una suerte de inocencia fetichista pretende que las
técnicas digitales resuelvan nuestros problemas urbanos, económicos y sociales.
Pero en el territorio no hay más inteligencia que la de aquellos que lo
habitan.
La
ciudad es el problema; la técnica, la solución. Este eslogan podría
resumir los programas urbanos que tanto en las metrópolis consolidadas de
Occidente como en las bullentes megalópolis de Asia se sostienen en esa
versión del panóptico moderno que son las llamadas ciudades
inteligentes. Son modelos que comparten una confianza optimista en los poderes
de la técnica para resolver los conflictos sociales y económicos implicados
en los procesos de crecimiento, de acuerdo con un entusiasmo que ahora es
digital, y que se refuerza por la conectividad indiscriminada y el ensalmo
mercantil y fetichista de todo tipo de gadgets. De ahí que las
tesis tecnocráticas vuelvan a resultar atractivas, aunque su sexappeal
mecanicista comparta en muchos aspectos el obsoleto credo de los
determinismos, y resulte tan añejo como ya lo es nuestra modernidad.
Es
cierto que sin artefactos alimentados por electricidad o petróleo no
hubiese habido nunca modernidad, ni tampoco se hubiesen formado las
ciudades tal y como hoy las conocemos. Pero si para los modernos la fascinación
de la técnica se desprendía de la potencia brutal de las máquinas, hoy su
capacidad de persuasión se cifra por la desmesura con que pequeños dispositivos
manejan miríadas de constelaciones fluctuantes de datos, que ya no proceden de
centros jerárquicos de poder o información, sino de la propia vida cotidiana,
y cuyo acceso y manejo —como demuestran las nuevas técnicas de marketing o
las historias de espionaje desveladas por Snowden— se han convertido en
un problema estratégico para empresas e instituciones, cuando no en
una cuestión de Estado.
Pese a la ínfula
que se da al término, esta inteligencia aplicada a las ciudades es
más bien precaria. Consiste en realidad en la digitalización del espacio urbano
a través de infraestructuras basadas en las tecnologías de la información y la
comunicación (TIC), así como en los sistemas de información geográfica (GIS),
con el fin de monitorizar calles, edificios y personas mediante redes innúmeras
de sensores, y de intervenir en tiempo real sobre ellos. Los problemas que
pretenden atajarse son diversos, desde la movilidad hasta la gestión de
recursos, pasando por el medio ambiente o incluso el modelo político, alentando
la idea bienintencionada de un gobierno participativo encauzado por las hoy
casi ubicuas redes sociales. No menos variados son los contextos en los que
esta inteligencia digital puede aplicarse. En Nueva York IBM está instalando
250.000 lectores integrados de programas de análisis en tiempo real,
implantados bajo la piel de la ciudad con fines extrañamente complementarios,
como detectar fugas de agua, reducir el tráfico, prevenir incendios o
anticiparse a la comisión de delitos mediante la “captura de una imagen
sospechosa, su análisis por ordenador y la transmisión de esta información a la
policía”. En otros contextos la ambición es aún mayor: Corea del Sur se
proclama orgullosa de su propia ciudad inteligente, New Songdo, que la
multinacional CISCO prevé terminar en 2014 y cuyo principal rasgo es la
literalidad con que en ella se asume la metáfora de la sinapsis nerviosa, pues,
como explican sus promotores, estará dotada de un cerebro, es decir, de un inmenso
centro digital de operaciones que conectará semáforos, hospitales, redes
eléctricas y estaciones meteorológicas, formando una estructura que acaso se
pretende todopoderosa.
Evidentemente, el loable
fin de dotar inteligencia a nuestras ciudades es, en sí mismo, un fenomenal negocio;
de hecho algunos estiman que podría mover más de 50.000 millones de dólares al
año. De ahí, que las grandes multinacionales de la informática y la
comunicación hayan levantado un pujante y creciente lobby, que convoca congresos
por doquier para buscar socios entre los gestores políticos y convencerles de
la urgencia extrema de poner coto, de una vez por todas, a las fugas de agua y
los problemas de tráfico, pero también de disolver de una manera políticamente
neutral las pugnas sociales, incluida la delincuencia, resultado del hecho
siempre incómodo de habitar juntos.
Como
ha puesto de manifiesto César Rendueles en un reciente y excitante libro, Sociofobia, tras ello no solo se
oculta el interés económico, sino una suerte de inocencia fetichista ante la tecnología, entregada a la creencia —que la
tozuda realidad no se cansa de refutar— de que las técnicas digitales son una fuente automática de transformaciones
sociales, de procesos emancipadores ajenos a la gastada tradición de la
democracia representativa. Desde este punto de vista, la inteligencia de las
ciudades no solo sería tecnocrática, sino fundamentalmente colaborativa, y ya
no estaría formada de jerárquica materia gris, sino que se organizaría como una
red descentralizada, como una especie de mente-colmena.
El
peligro es que la ciudad y su democracia acaben entregadas a los especialistas digitales
Lo cierto es que poco
importa que la inteligencia urbana se conciba como simple tecnología aplicada o
como una utopía ambiciosa a la manera de la Telépolis o la City of Bits; el
peligro es que la ciudad acabe entregada a los nuevos especialistas digitales,
y que los necesarios papeles jugados por el reprochable político o el
megalómano urbanista o arquitecto acaben devaluándose conforme se socava paralelamente
el quehacer deliberativo de los ciudadanos anónimos en cuanto constructores
materiales de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad puede reducirse a
la mera gestión digital de problemas concretos, entonces cabe sustituir a los
antiguos jerarcas por otros nuevos y presuntamente más inocuos, los especialistas o expertosdigitales, y los
ciudadanos deberán acaso conformarse con asumir un papel pasivo.
La
conclusión fue anticipada hace más de 50 años por el arquitecto y tecnólogo
norteamericano Lewis Mumford: no debemos pedirles a las máquinas más de lo que realmente pueden darnos.
Realizar:
- Escribe el título del
texto
- De los textos
subrayados explique dos según lo
que leyó (Investíguelo)
- Haga 2 mentefactos
proposicionales sobre el contenido del texto
- Una sopa de letras con
términos utilizados en la lectura
- En un texto de mínimo 10
líneas escriba lo que usted piensa sobre la lectura
*********************OCTAVO
LEE EL SIGUIENTE TEXTO
Una suerte de inocencia fetichista pretende que las
técnicas digitales resuelvan nuestros problemas urbanos, económicos y sociales.
Pero en el territorio no hay más inteligencia que la de aquellos que lo
habitan.
La
ciudad es el problema; la técnica, la solución. Este eslogan podría
resumir los programas urbanos que tanto en las metrópolis consolidadas de
Occidente como en las bullentes megalópolis de Asia se sostienen en esa
versión del panóptico moderno que son las llamadas ciudades
inteligentes. Son modelos que comparten una confianza optimista en los poderes
de la técnica para resolver los conflictos sociales y económicos implicados
en los procesos de crecimiento, de acuerdo con un entusiasmo que ahora es
digital, y que se refuerza por la conectividad indiscriminada y el ensalmo
mercantil y fetichista de todo tipo de gadgets. De ahí que las
tesis tecnocráticas vuelvan a resultar atractivas, aunque su sexappeal
mecanicista comparta en muchos aspectos el obsoleto credo de los
determinismos, y resulte tan añejo como ya lo es nuestra modernidad.
Es
cierto que sin artefactos alimentados por electricidad o petróleo no
hubiese habido nunca modernidad, ni tampoco se hubiesen formado las
ciudades tal y como hoy las conocemos. Pero si para los modernos la fascinación
de la técnica se desprendía de la potencia brutal de las máquinas, hoy su
capacidad de persuasión se cifra por la desmesura con que pequeños dispositivos
manejan miríadas de constelaciones fluctuantes de datos, que ya no proceden de
centros jerárquicos de poder o información, sino de la propia vida cotidiana,
y cuyo acceso y manejo —como demuestran las nuevas técnicas de marketing o
las historias de espionaje desveladas por Snowden— se han convertido en
un problema estratégico para empresas e instituciones, cuando no en
una cuestión de Estado.
La
magnitud de la transformación se evidencia por algunos cambios semánticos —la
democrática información en lugar de la ominosa producción; el
inasible bit en vez del intuitivo caballo de vapor—, que
expresan el hecho de que la tecnología ha ido abandonando su lugar natural en
las fábricas o las oficinas para ocupar con
descaro todos los recovecos del mundo, también la vestimenta o el
interior del cuerpo humano, de manera que la presencia casi universal
de chips y sensores con tendencia a conectarse entre sí ha
convalidado a la postre la hipótesis de un “Internet de las cosas”, término
acuñado por Kevin Ashton en 1999, y que hoy se aplica en disciplinas muy
diversas. Entre ellas se cuentan la economía y la sociología, pero también la
ingeniería y el urbanismo. Favorece este rabión digital el hecho de que el
nuevo entramado descanse en un símil comprensible por todos, según la cual las
mallas de las tecnologías de la información son como una red neuronal, y los
centros que gestionan los datos, como cerebros. La inteligencia que esta
red produce puede así aplicarse a los objetos —tales el caso de ese avatar que
para nosotros es hoy el smartphone—, y asimismo a las ciudades, que
no en vano ya habían sido consideradas desde antiguo como
una suerte de organismos vivos.
Pese a la ínfula
que se da al término, esta inteligencia aplicada a las ciudades es
más bien precaria. Consiste en realidad en la digitalización del espacio urbano
a través de infraestructuras basadas en las tecnologías de la información y la
comunicación (TIC), así como en los sistemas de información geográfica (GIS),
con el fin de monitorizar calles, edificios y personas mediante redes innúmeras
de sensores, y de intervenir en tiempo real sobre ellos. Los problemas que
pretenden atajarse son diversos, desde la movilidad hasta la gestión de
recursos, pasando por el medio ambiente o incluso el modelo político, alentando
la idea bienintencionada de un gobierno participativo encauzado por las hoy
casi ubicuas redes sociales. No menos variados son los contextos en los que
esta inteligencia digital puede aplicarse. En Nueva York IBM está instalando
250.000 lectores integrados de programas de análisis en tiempo real,
implantados bajo la piel de la ciudad con fines extrañamente complementarios,
como detectar fugas de agua, reducir el tráfico, prevenir incendios o
anticiparse a la comisión de delitos mediante la “captura de una imagen
sospechosa, su análisis por ordenador y la transmisión de esta información a la
policía”. En otros contextos la ambición es aún mayor: Corea del Sur se
proclama orgullosa de su propia ciudad inteligente, New Songdo, que la
multinacional CISCO prevé terminar en 2014 y cuyo principal rasgo es la
literalidad con que en ella se asume la metáfora de la sinapsis nerviosa, pues,
como explican sus promotores, estará dotada de un cerebro, es decir, de un inmenso
centro digital de operaciones que conectará semáforos, hospitales, redes
eléctricas y estaciones meteorológicas, formando una estructura que acaso se
pretende todopoderosa.
Evidentemente, el loable
fin de dotar inteligencia a nuestras ciudades es, en sí mismo, un fenomenal
negocio; de hecho algunos estiman que podría mover más de 50.000 millones de
dólares al año. De ahí, que las grandes multinacionales de la informática y la
comunicación hayan levantado un pujante y creciente lobby, que convoca congresos
por doquier para buscar socios entre los gestores políticos y convencerles de
la urgencia extrema de poner coto, de una vez por todas, a las fugas de agua y
los problemas de tráfico, pero también de disolver de una manera políticamente
neutral las pugnas sociales, incluida la delincuencia, resultado del hecho
siempre incómodo de habitar juntos.
Como
ha puesto de manifiesto César Rendueles en un reciente y excitante libro, Sociofobia, tras ello no solo se
oculta el interés económico, sino una suerte de inocencia fetichista ante la tecnología, entregada a la creencia —que la
tozuda realidad no se cansa de refutar— de que las técnicas digitales son una fuente automática de transformaciones
sociales, de procesos emancipadores ajenos a la gastada tradición de la
democracia representativa. Desde este punto de vista, la inteligencia de las
ciudades no solo sería tecnocrática, sino fundamentalmente colaborativa, y ya
no estaría formada de jerárquica materia gris, sino que se organizaría como una
red descentralizada, como una especie de mente-colmena.
El
peligro es que la ciudad y su democracia acaben entregadas a los especialistas digitales
Lo cierto es que poco
importa que la inteligencia urbana se conciba como simple tecnología aplicada o
como una utopía ambiciosa a la manera de la Telépolis o la City of Bits; el
peligro es que la ciudad acabe entregada a los nuevos especialistas digitales,
y que los necesarios papeles jugados por el reprochable político o el
megalómano urbanista o arquitecto acaben devaluándose conforme se socava
paralelamente el quehacer deliberativo de los ciudadanos anónimos en cuanto
constructores materiales de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad
puede reducirse a la mera gestión digital de problemas concretos, entonces cabe
sustituir a los antiguos jerarcas por otros nuevos y presuntamente más inocuos,
los especialistas o expertos digitales, y los ciudadanos deberán acaso conformarse con asumir
un papel pasivo.
La
conclusión fue anticipada hace más de 50 años por el arquitecto y tecnólogo
norteamericano Lewis Mumford: no debemos pedirles a las máquinas más de lo que realmente pueden darnos.
Realizar:
- Explique los textos
subrayados según lo que leyó o lo
que usted sabe (Investíguelo).
- Haga tres mentefactos
proposicionales acerca del contenido del texto
- En un texto de 10 líneas
escriba lo que usted piensa sobre la lectura
- Un crucigrama con
términos utilizados en la lectura
*********
NOVENO
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Una suerte de inocencia fetichista pretende que las
técnicas digitales resuelvan nuestros problemas urbanos, económicos y sociales.
Pero en el territorio no hay más inteligencia que la de aquellos que lo
habitan.
La
ciudad es el problema; la técnica, la solución. Este eslogan podría
resumir los programas urbanos que tanto en las metrópolis consolidadas de
Occidente como en las bullentes megalópolis de Asia se sostienen en esa
versión del panóptico moderno que son las llamadas ciudades
inteligentes. Son modelos que comparten una confianza optimista en los poderes
de la técnica para resolver los conflictos sociales y económicos implicados
en los procesos de crecimiento, de acuerdo con un entusiasmo que ahora es
digital, y que se refuerza por la conectividad indiscriminada y el ensalmo
mercantil y fetichista de todo tipo de gadgets. De ahí que las
tesis tecnocráticas vuelvan a resultar atractivas, aunque su sexappeal
mecanicista comparta en muchos aspectos el obsoleto credo de los
determinismos, y resulte tan añejo como ya lo es nuestra modernidad.
Evidentemente, el loable
fin de dotar inteligencia a nuestras ciudades es, en sí mismo, un fenomenal
negocio; de hecho algunos estiman que podría mover más de 50.000 millones de
dólares al año. De ahí, que las grandes multinacionales de la informática y la
comunicación hayan levantado un pujante y creciente lobby, que convoca congresos
por doquier para buscar socios entre los gestores políticos y convencerles de
la urgencia extrema de poner coto, de una vez por todas, a las fugas de agua y
los problemas de tráfico, pero también de disolver de una manera políticamente
neutral las pugnas sociales, incluida la delincuencia, resultado del hecho
siempre incómodo de habitar juntos.
Como
ha puesto de manifiesto César Rendueles en un reciente y excitante libro, Sociofobia, tras ello no solo se
oculta el interés económico, sino una suerte de inocencia fetichista ante la tecnología, entregada a la creencia —que la
tozuda realidad no se cansa de refutar— de que las técnicas digitales son una fuente automática de transformaciones
sociales, de procesos emancipadores ajenos a la gastada tradición de la democracia
representativa. Desde este punto de vista, la inteligencia de las ciudades no
solo sería tecnocrática, sino fundamentalmente colaborativa, y ya no estaría
formada de jerárquica materia gris, sino que se organizaría como una red
descentralizada, como una especie de mente-colmena.
El
peligro es que la ciudad y su democracia acaben entregadas a los especialistas digitales
Lo cierto es que poco
importa que la inteligencia urbana se conciba como simple tecnología aplicada o
como una utopía ambiciosa a la manera de la Telépolis o la City of Bits; el
peligro es que la ciudad acabe entregada a los nuevos especialistas digitales,
y que los necesarios papeles jugados por el reprochable político o el
megalómano urbanista o arquitecto acaben devaluándose conforme se socava
paralelamente el quehacer deliberativo de los ciudadanos anónimos en cuanto
constructores materiales de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad
puede reducirse a la mera gestión digital de problemas concretos, entonces cabe
sustituir a los antiguos jerarcas por otros nuevos y presuntamente más inocuos,
los especialistas o expertosdigitales, y los ciudadanos deberán acaso conformarse con asumir
un papel pasivo.
La
conclusión fue anticipada hace más de 50 años por el arquitecto y tecnólogo norteamericano
Lewis Mumford: no debemos pedirles a las máquinas más de lo que realmente
pueden darnos.
Realizar:
- Escribe el título del texto
__________________________________________________________________________
- Explique los textos
subrayados según lo que leyó o lo
que usted sabe (Investíguelo)
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- Haga un mentefacto
conceptual y sus proposicionales acerca del contenido del texto
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lo que usted piensa sobre la lectura
**********
DECIMO
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Una suerte de inocencia fetichista pretende que las
técnicas digitales resuelvan nuestros problemas urbanos, económicos y sociales.
Pero en el territorio no hay más inteligencia que la de aquellos que lo
habitan.
La
ciudad es el problema; la técnica, la solución. Este eslogan podría
resumir los programas urbanos que tanto en las metrópolis consolidadas de
Occidente como en las bullentes megalópolis de Asia se sostienen en esa
versión del panóptico moderno que son las llamadas ciudades
inteligentes. Son modelos que comparten una confianza optimista en los poderes
de la técnica para resolver los conflictos sociales y económicos implicados
en los procesos de crecimiento, de acuerdo con un entusiasmo que ahora es
digital, y que se refuerza por la conectividad indiscriminada y el ensalmo
mercantil y fetichista de todo tipo de gadgets. De ahí que las
tesis tecnocráticas vuelvan a resultar atractivas, aunque su sexappeal
mecanicista comparta en muchos aspectos el obsoleto credo de los
determinismos, y resulte tan añejo como ya lo es nuestra modernidad.
Es
cierto que sin artefactos alimentados por electricidad o petróleo no
hubiese habido nunca modernidad, ni tampoco se hubiesen formado las
ciudades tal y como hoy las conocemos. Pero si para los modernos la fascinación
de la técnica se desprendía de la potencia brutal de las máquinas, hoy su
capacidad de persuasión se cifra por la desmesura con que pequeños dispositivos
manejan miríadas de constelaciones fluctuantes de datos, que ya no proceden de
centros jerárquicos de poder o información, sino de la propia vida cotidiana,
y cuyo acceso y manejo —como demuestran las nuevas técnicas de marketing o
las historias de espionaje desveladas por Snowden— se han convertido en
un problema estratégico para empresas e instituciones, cuando no en
una cuestión de Estado.
Pese a la ínfula
que se da al término, esta inteligencia aplicada a las ciudades es
más bien precaria. Consiste en realidad en la digitalización del espacio urbano
a través de infraestructuras basadas en las tecnologías de la información y la
comunicación (TIC), así como en los sistemas de información geográfica (GIS),
con el fin de monitorizar calles, edificios y personas mediante redes innúmeras
de sensores, y de intervenir en tiempo real sobre ellos. Los problemas que
pretenden atajarse son diversos, desde la movilidad hasta la gestión de
recursos, pasando por el medio ambiente o incluso el modelo político, alentando
la idea bienintencionada de un gobierno participativo encauzado por las hoy
casi ubicuas redes sociales. No menos variados son los contextos en los que
esta inteligencia digital puede aplicarse. En Nueva York IBM está instalando
250.000 lectores integrados de programas de análisis en tiempo real,
implantados bajo la piel de la ciudad con fines extrañamente complementarios,
como detectar fugas de agua, reducir el tráfico, prevenir incendios o
anticiparse a la comisión de delitos mediante la “captura de una imagen
sospechosa, su análisis por ordenador y la transmisión de esta información a la
policía”. En otros contextos la ambición es aún mayor: Corea del Sur se
proclama orgullosa de su propia ciudad inteligente, New Songdo, que la
multinacional CISCO prevé terminar en 2014 y cuyo principal rasgo es la
literalidad con que en ella se asume la metáfora de la sinapsis nerviosa, pues,
como explican sus promotores, estará dotada de un cerebro, es decir, de un inmenso
centro digital de operaciones que conectará semáforos, hospitales, redes
eléctricas y estaciones meteorológicas, formando una estructura que acaso se
pretende todopoderosa.
Evidentemente, el loable
fin de dotar inteligencia a nuestras ciudades es, en sí mismo, un fenomenal negocio;
de hecho algunos estiman que podría mover más de 50.000 millones de dólares al
año. De ahí, que las grandes multinacionales de la informática y la
comunicación hayan levantado un pujante y creciente lobby, que convoca congresos
por doquier para buscar socios entre los gestores políticos y convencerles de
la urgencia extrema de poner coto, de una vez por todas, a las fugas de agua y
los problemas de tráfico, pero también de disolver de una manera políticamente
neutral las pugnas sociales, incluida la delincuencia, resultado del hecho
siempre incómodo de habitar juntos.
Como
ha puesto de manifiesto César Rendueles en un reciente y excitante libro, Sociofobia, tras ello no solo se
oculta el interés económico, sino una suerte de inocencia fetichista ante la tecnología, entregada a la creencia —que la
tozuda realidad no se cansa de refutar— de que las técnicas digitales son una fuente automática de transformaciones
sociales, de procesos emancipadores ajenos a la gastada tradición de la
democracia representativa. Desde este punto de vista, la inteligencia de las
ciudades no solo sería tecnocrática, sino fundamentalmente colaborativa, y ya
no estaría formada de jerárquica materia gris, sino que se organizaría como una
red descentralizada, como una especie de mente-colmena.
El
peligro es que la ciudad y su democracia acaben entregadas a los especialistas digitales
Lo cierto es que poco
importa que la inteligencia urbana se conciba como simple tecnología aplicada o
como una utopía ambiciosa a la manera de la Telépolis o la City of Bits; el
peligro es que la ciudad acabe entregada a los nuevos especialistas digitales,
y que los necesarios papeles jugados por el reprochable político o el
megalómano urbanista o arquitecto acaben devaluándose conforme se socava paralelamente
el quehacer deliberativo de los ciudadanos anónimos en cuanto constructores
materiales de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad puede reducirse a
la mera gestión digital de problemas concretos, entonces cabe sustituir a los
antiguos jerarcas por otros nuevos y presuntamente más inocuos, los especialistas o expertosdigitales, y los
ciudadanos deberán acaso conformarse con asumir un papel pasivo.
La
conclusión fue anticipada hace más de 50 años por el arquitecto y tecnólogo
norteamericano Lewis Mumford: no debemos pedirles a las máquinas más de lo que realmente pueden darnos.
Realizar:
- Escribe el título del texto
- Explique los textos
subrayados según lo que leyó o lo
que usted sabe (Investíguelo)
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conceptual y sus proposicionales acerca del contenido del texto
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lo que usted piensa sobre la lectura
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ONCE
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Una suerte de inocencia fetichista pretende que las
técnicas digitales resuelvan nuestros problemas urbanos, económicos y sociales.
Pero en el territorio no hay más inteligencia que la de aquellos que lo
habitan.
La
ciudad es el problema; la técnica, la solución. Este eslogan podría
resumir los programas urbanos que tanto en las metrópolis consolidadas de
Occidente como en las bullentes megalópolis de Asia se sostienen en esa
versión del panóptico moderno que son las llamadas ciudades
inteligentes. Son modelos que comparten una confianza optimista en los poderes
de la técnica para resolver los conflictos sociales y económicos implicados
en los procesos de crecimiento, de acuerdo con un entusiasmo que ahora es
digital, y que se refuerza por la conectividad indiscriminada y el ensalmo
mercantil y fetichista de todo tipo de gadgets. De ahí que las
tesis tecnocráticas vuelvan a resultar atractivas, aunque su sexappeal
mecanicista comparta en muchos aspectos el obsoleto credo de los
determinismos, y resulte tan añejo como ya lo es nuestra modernidad.
Es
cierto que sin artefactos alimentados por electricidad o petróleo no
hubiese habido nunca modernidad, ni tampoco se hubiesen formado las
ciudades tal y como hoy las conocemos. Pero si para los modernos la fascinación
de la técnica se desprendía de la potencia brutal de las máquinas, hoy su
capacidad de persuasión se cifra por la desmesura con que pequeños dispositivos
manejan miríadas de constelaciones fluctuantes de datos, que ya no proceden de
centros jerárquicos de poder o información, sino de la propia vida cotidiana,
y cuyo acceso y manejo —como demuestran las nuevas técnicas de marketing o
las historias de espionaje desveladas por Snowden— se han convertido en
un problema estratégico para empresas e instituciones, cuando no en
una cuestión de Estado.
La
magnitud de la transformación se evidencia por algunos cambios semánticos —la
democrática información en lugar de la ominosa producción; el
inasible bit en vez del intuitivo caballo de vapor—, que
expresan el hecho de que la tecnología ha ido abandonando su lugar natural en
las fábricas o las oficinas para ocupar con
descaro todos los recovecos del mundo, también la vestimenta o el
interior del cuerpo humano, de manera que la presencia casi universal
de chips y sensores con tendencia a conectarse entre sí ha
convalidado a la postre la hipótesis de un “Internet de las cosas”, término
acuñado por Kevin Ashton en 1999, y que hoy se aplica en disciplinas muy
diversas. Entre ellas se cuentan la economía y la sociología, pero también la
ingeniería y el urbanismo. Favorece este rabión digital el hecho de que el
nuevo entramado descanse en un símil comprensible por todos, según la cual las
mallas de las tecnologías de la información son como una red neuronal, y los
centros que gestionan los datos, como cerebros. La inteligencia que esta
red produce puede así aplicarse a los objetos —tales el caso de ese avatar que
para nosotros es hoy el smartphone—, y asimismo a las ciudades, que
no en vano ya habían sido consideradas desde antiguo como
una suerte de organismos vivos.
Pese a la ínfula
que se da al término, esta inteligencia aplicada a las ciudades es
más bien precaria. Consiste en realidad en la digitalización del espacio urbano
a través de infraestructuras basadas en las tecnologías de la información y la
comunicación (TIC), así como en los sistemas de información geográfica (GIS),
con el fin de monitorizar calles, edificios y personas mediante redes innúmeras
de sensores, y de intervenir en tiempo real sobre ellos. Los problemas que
pretenden atajarse son diversos, desde la movilidad hasta la gestión de
recursos, pasando por el medio ambiente o incluso el modelo político, alentando
la idea bienintencionada de un gobierno participativo encauzado por las hoy
casi ubicuas redes sociales. No menos variados son los contextos en los que
esta inteligencia digital puede aplicarse. En Nueva York IBM está instalando
250.000 lectores integrados de programas de análisis en tiempo real,
implantados bajo la piel de la ciudad con fines extrañamente complementarios,
como detectar fugas de agua, reducir el tráfico, prevenir incendios o
anticiparse a la comisión de delitos mediante la “captura de una imagen
sospechosa, su análisis por ordenador y la transmisión de esta información a la
policía”. En otros contextos la ambición es aún mayor: Corea del Sur se
proclama orgullosa de su propia ciudad inteligente, New Songdo, que la
multinacional CISCO prevé terminar en 2014 y cuyo principal rasgo es la
literalidad con que en ella se asume la metáfora de la sinapsis nerviosa, pues,
como explican sus promotores, estará dotada de un cerebro, es decir, de un inmenso
centro digital de operaciones que conectará semáforos, hospitales, redes
eléctricas y estaciones meteorológicas, formando una estructura que acaso se
pretende todopoderosa.
Evidentemente, el loable
fin de dotar inteligencia a nuestras ciudades es, en sí mismo, un fenomenal
negocio; de hecho algunos estiman que podría mover más de 50.000 millones de
dólares al año. De ahí, que las grandes multinacionales de la informática y la
comunicación hayan levantado un pujante y creciente lobby, que convoca congresos
por doquier para buscar socios entre los gestores políticos y convencerles de
la urgencia extrema de poner coto, de una vez por todas, a las fugas de agua y
los problemas de tráfico, pero también de disolver de una manera políticamente
neutral las pugnas sociales, incluida la delincuencia, resultado del hecho
siempre incómodo de habitar juntos.
Como
ha puesto de manifiesto César Rendueles en un reciente y excitante libro, Sociofobia, tras ello no solo se
oculta el interés económico, sino una suerte de inocencia fetichista ante la tecnología, entregada a la creencia —que la
tozuda realidad no se cansa de refutar— de que las técnicas digitales son una fuente automática de transformaciones
sociales, de procesos emancipadores ajenos a la gastada tradición de la
democracia representativa. Desde este punto de vista, la inteligencia de las
ciudades no solo sería tecnocrática, sino fundamentalmente colaborativa, y ya
no estaría formada de jerárquica materia gris, sino que se organizaría como una
red descentralizada, como una especie de mente-colmena.
El
peligro es que la ciudad y su democracia acaben entregadas a los especialistas digitales
Lo cierto es que poco
importa que la inteligencia urbana se conciba como simple tecnología aplicada o
como una utopía ambiciosa a la manera de la Telépolis o la City of Bits; el
peligro es que la ciudad acabe entregada a los nuevos especialistas digitales,
y que los necesarios papeles jugados por el reprochable político o el
megalómano urbanista o arquitecto acaben devaluándose conforme se socava
paralelamente el quehacer deliberativo de los ciudadanos anónimos en cuanto
constructores materiales de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad
puede reducirse a la mera gestión digital de problemas concretos, entonces cabe
sustituir a los antiguos jerarcas por otros nuevos y presuntamente más inocuos,
los especialistas o expertosdigitales, y los ciudadanos deberán acaso conformarse con asumir
un papel pasivo.
De
este modo, lejos ya del modelo agresivo del ojo que todo lo ve —el Panopticon
de Bentham o el Big Brother orwelliano—, la tecnocracia es hoy reclamada por la
propia comunidad digital; no se impone con violencia desde fuera, sino que se
exige desde dentro, en una suerte de variante líquida, pero autoimpuesta de demagogia.
Así y todo, como en el mundo real que está delante de las pantallas nunca hay
personajes virtuales, sino personas de carne y hueso, al cabo las herramientas
digitales no son nada a menos que se hibriden con los pertrechos tradicionales
del control del espacio, como, en su caso más extremo, son los muros o las
alambradas. Así lo demostraron en su momento la zigzagueante revolución egipcia
—formada a partes iguales por una movilización digital y una resistencia
corporal en un lugar concreto, la plaza de Tahrir— o los paredones que cosen la
frontera entre Israel y Palestina, y lo sigue evidenciando hoy, en España, el limes de Ceuta, en el que los
algoritmos de la video vigilancia conviven promiscuamente con alambradas
armadas de cuchillas con un nombre de ecos musicales: las concertinas. Y es que
este ciberfetichismo de algoritmos y concertinas no resolverá nuestros
problemas económicos y sociales, ni tampoco los urbanos, pues en los
territorios y las ciudades no hay más inteligencia que la de aquellos que las
habitan. La conclusión fue anticipada hace más de 50 años por el arquitecto y
tecnólogo norteamericano Lewis Mumford: no debemos pedirles a las máquinas más de lo que realmente pueden darnos.
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